Desde Río de Janeiro, José Manuel Helmo nos cuenta su experiencia
Vayan, sin miedo, a servir.
Hace justo veinticuatro horas que recién terminaba mi viaje de vuelta de la JMJ. Un viaje largo y cansado que me ha permitido asentar y detenerme en muchos momentos y experiencias vividas en los seis días en que Río de Janeiro nos ha abierto los brazos a los jóvenes de todo el mundo. Gracias a la invitación de la revista diocesana, me permito compartir con vosotros algunas líneas sobre lo vivido en estos días.
He tenido la bendición de participar en esta jornada con un grupo de veinticinco jóvenes de la Arquidiócesis de Portoviejo (Ecuador), coordinados por mi amigo y hermano Andrés. Todos ellos nuevos en la JMJ, sin ninguna experiencia previa, pero con una fuerte opción de encontrarse con Jesús en Brasil.
Comenzaba nuestro viaje con muchas horas de carretera, vuelos con escalas que se demoraron hasta más de cuatro horas, autobuses para aquí y para allá… Viajar con un grupo al extranjero no es fácil. Las consignas eran claras: documentación a buen recaudo, mochilas delante y moverse siempre en grupo. Un itinerario complicado donde se mezclaban el nerviosismo y la expectación sobre qué tenía Brasil que ofrecernos en estos días.
Por fin llegamos a nuestra ciudad de acogida, Duque de Caxias, al norte de Rio de Janeiro. En la parroquia de São Bento nos esperaba un grupo de voluntarios (¡que recuerdos!) que nos distribuyeron en familias y nos trasladaron hasta las casas. Tuve la suerte de alojarme, junto con Andrés, en la casa de uno de los voluntarios que, como era de esperar, nos ofreció toda la atención y hospitalidad posibles. El portugués tampoco fue un problema. Cada uno hablaba en su lengua y hacía lo posible para que nos entendiéramos.
Comenzaba el primer día con la catequesis. Un obispo puertorriqueño fue el encargado de abrir la primera mañana de encuentro y oración en nuestra parroquia. Cientos de jóvenes hispanohablantes escuchamos atentos sus palabras e intercambiamos preguntas con él. Se podía palpar la riqueza de cada uno de los países, todos unidos, en comunión, con una misma finalidad pero con un carácter y estilo diferentes. En la tarde, el centro de Río nos esperaba. Tras varios cambios de autobús y algún que otro peregrino que se perdía −y gracias a Dios volvía a aparecer− descubríamos ya un Río de Janeiro que empezaba a repletarse de peregrinos.
El jueves era el día de dar la bienvenida al Papa. Más de un millón de jóvenes se acercaron hasta la grandiosa playa de Copacabana y allí tuvimos la oportunidad de estar. Llegamos temprano para coger un buen puesto y esperamos varias horas, animadas con conciertos y espectáculos, hasta que el papa Francisco descendió del helicóptero y comenzó su viaje de papamóvil hasta el escenario. “Quiero daros las gracias por el testimonio de fe que estáis dando al mundo.” Desde sus primeras palabras toda la playa comenzó a vibrar. Creo que cada una de las palabras del papa calaron intensamente en los jóvenes que allí estábamos. Lo breve, bello y sencillo de sus palabras me llegaron profundamente. “No queremos jóvenes empachados de otras cosas”, “Botá fe, botá esperanza, botá amor”. Desde sus recuerdos de la primera jornada en Buenos Aires hasta el saludo a Benedicto XVI, el Papa Francisco nos cautivó a todos y nos hizo sentir la alegría del encuentro y la comunión de la Iglesia universal. Una Iglesia reunida para escuchar a Jesús a través del Papa. “Rio se convierte hoy en el centro de la Iglesia, en el corazón vivo y joven.”
El viernes fue un día largo e intenso para poder visitar el principal icono de la ciudad: el Cristo Redentor del Corcovado. Más de ocho horas de espera y largas colas hicieron crecer nuestra expectativas de subir a lo más alto de Río para visitar la enorme figura de Jesús de cuarenta metros de altura. Tras mucha paciencia y algunos ratos de oración conseguimos llegar arriba. Fue una experiencia inolvidable. Un momento especial donde sentí muy fuerte la presencia de Jesús vivo en medio del mundo. Con recogimiento nos situamos ante la inmensa imagen y le conté allí a Jesús todas mis necesidades. Le presenté al Señor todas las personas a las que amo, procurando poner nombre a todas ellas. Sentí como Jesús resucitado acogía allí mismo de brazos abiertos todas mis oraciones. Sin duda fue uno de los momentos más especiales. Las lagrimas de emoción y alegría se mezclaban con la lluvia. El Señor se valió del día de mi cumpleaños para llenarme de regalos, y los más especiales los recibí allí arriba. Agarrado de la mano de Andrés, rezamos por todos los jóvenes, por nuestros familiares, por la Iglesia y le dábamos gracias a Dios por hacernos partícipes de esta nueva aventura.
El sábado llegó de nuevo el encuentro con el Papa. Fue un día de locos, ya que la ubicación de la vigilia cambió debido al mal tiempo, y había de disponerse a pasar los actos centrales de la jornada de nuevo en la playa de Copacabana, pero ahora con más de tres millones de jóvenes. No tuvimos tanta suerte como en la acogida del jueves, ya que estuvimos bastante más lejos del escenario. Creo que aproximadamente a unos cuatro kilómetros. Aunque no escuchamos mucho, sí pudimos seguir algo de la vigilia a través de la radio, que nos hacía participes –en portugués− de la oración. En el momento de la Adoración, toda la playa se hincó de rodillas en la arena y se produjo el silencio. Me trasladé por momentos a la vigilia de Cuatro Vientos en Madrid y le di gracias al Señor por todo lo vivido. Por hacerme estar cada vez más cerca de Él, por contar conmigo y llamarme a servirle de compromiso en compromiso. Le di gracias por la oportunidad de vivir este nuevo encuentro con Él y por valerse de cualquier momento y circunstancia para apasionarme cada vez más.
Apenas habiendo dormido un par de horas, nos despertábamos a las cinco de la mañana para acercarnos a la misa final y poder vivirla intensamente. Nuestra alegría se desbordó cuando pudimos ver al papa, a su paso por el paseo principal de Copacabana en dirección al escenario, apenas a cuatro metros de distancia. Fue emocionante tenerlo cerca y sentir como nos sonreía a cada uno de nosotros. En la homilía el mensaje fue claro: Vayan, sin miedo, para servir. Tres palabras con las que nos invitó a dar lo mejor de nosotros mismos al mundo, nuestra experiencia de Jesús. Durante la misa no pude olvidarme de todo lo vivido gracias a las JMJ. Di gracias al Señor por hacerme vivir tan intensamente la JMJ de Madrid y por todo lo acontecido desde entonces, por aquellos voluntarios y familias de acogida, por los jóvenes que se encontraban en El Rocío “con un mismo corazón”, por todas las oportunidades pastorales en las que el Señor me ha envuelto, por mi colegio, por Cursillos, por la pastoral diocesana, y por la multitud de veces que Jesús me ha pedido que vaya, sin miedo, a servir en su nombre.
En estos días en Rio he podido experimentar una vez más las maravillas que Jesús nos prepara para cada uno de nosotros y he podido reencontrarme con una Iglesia joven y alegre, que prepara cada encuentro con Él de la forma más especial y cariñosa. El corazón del mundo y de la Iglesia latía en Río de Janeiro. Doy gracias a Dios por haber estado allí.
José Manuel Helmo